Fui al dentista ayayayayay terrible estrés, tengo pánico de los dentistas. Y eso que trato
de hacer relax, pensar en una música agradable e imaginar un paisaje pacífico,
aflojar todos los músculos, aflojar sobre todo la nuca, la mandíbula, la
frente, los puños apretados, el estómago contraído, los hombros tensos. Pensar
en cualquier cosa amable y no prestar atención a los pinchazos en las encías,
al siseo agudo de la “perforadora”. Subir el umbral del dolor, convencerme de
que no duele, que solamente parece que duele, que es una ilusión, que es
placentero. Y están las lágrimas mansas que no paran, recorren las mejillas,
sin apuro, y llegan al cuello. Tibias. Alguna
baja por el cuello hasta la clavícula. Concentrarme en la respiración, un, dos,
un dos, inspiro profundo, expiro, un, dos, un dos, inspiro profundo, expiro,
así, con lentitud. De todos modos, entre las lágrimas vienen otras imágenes que
se superponen al paisaje pacífico, agua, campo, flores, pajaritos, y junto a ellas, tengo el dolor de los tubos entrando
por la nariz y la boca, las manos atadas a la camilla, la desesperación por aire cuando la enfermera me aspira los pulmones, y algunas palabras que no
olvidé: “se ahoga” la voz urgente y alarmada de la auxiliar de enfermería mientras desde la desesperación del ahogo mi cuerpo se arquea
y se tensa, los músculos rígidos, un cuerpo reducido y consagrado a obtener ese
aire que falta, mis ojos fijos en la enfermera que manipula los tubos con
parsimonia sabiendo por lo menos que de esa falta de aire la paciente –que soy
yo- no va a morir, que aguanta un poco más, que podía ser un minuto o dos más
aunque yo sienta que no, que no puedo más; y después otras imágenes se intercalan, el
gesto de mi hermano abriendo la boca en el dentista poco antes de internarse,
con aquél gesto tan suyo que hacía que pareciera que la situación -o abrir la
boca- lo avergonzara y que a la vez le hiciera gracia avergonzarse. Mientras el
bisturí del dentista raspa algo que resuena en el cerebro, lo veo -a
Jota- recostado en la cama del CTI, su boca semi abierta, y esos
otros tubos, los que se le metían en la boca para llevar el aire a los pulmones
ya tan cansados que no inspiraban ni expiraban, no, no, eso lo hacía una
máquina, la máquina que no lo dejaba morir y respiraba por él aunque él
siguiera con los ojos cerrados y las manos muertas, el perfil recortado contra
la ventana de la sala blanca, antes de que muriera, de que muriera
definitivamente y sus dientes quedaran solos. Esa es la imagen que veo ahora,
un cráneo huesudo sin carne, con dientes, la piel pegada a los pómulos, las
cejas abundantes y desaliñadas adheridas al hueso frontal, el pelo lacio y
fuerte, esos rasgos queridos que todavía se reconocen. El resto, un esqueleto
en un cajón del cementerio.
-¿Estás bien?- la voz del dentista es
consoladora- te hice llorar. Cómo explicarle que no lloro por el dolor.
-Estoy sensible- le contesto.
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